Desde que en 1969 la Academia de Ciencias Sueca concede el premio Nobel de Economía, sólo la Universidad de Chicago (sede de Milton Friedman), ha obtenido 12 premios Nobel, incluidos los Nobels Eugene Fama y Lars Hansen del 2013, convirtiéndose así, en el mayor centro de influencia en las ideas económicas de los últimos 30 años. Los economistas que pasaron por el FMI y del BM se nutrieron de las obras de Friedman, considerado el ideólogo más influyente en los gobiernos conservadores. Dado el gran poder expansivo de las grandes universidades norteamericanas, en el Perú, también hay seguidores de esta corriente ideológica.
Paul Krugman (Premio Nobel de Economía 2008), en su polémico libro “Vendiendo Prosperidad”, reeditada en el 2013, coloca al MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) y a la Universidad de Harvard en una línea tibiamente intervencionista y pro Estado. Si bien Harvard tiene 13 Nobel de Economía a la fecha, sin embargo, sus ideas no han tenido mayor efecto en la economía mundial. Los aportes de Jean Tirole (Premio Nobel de Economía 2014) y del profesor Angus Deaton (autodefinido keynesiano), de la Universidad de Princeton y Premio Nobel 2015, refuerzan fuertemente al debate sobre el rol del Estado en los tiempos que corren.
Evidentemente, no existen soluciones técnicas indiscutibles ni ideológicamente neutrales en muchos temas económicos. No hay un déficit público que sea considerado por todos los economistas como óptimo en un momento dado. Ni existe una forma única de luchar contra la inflación, el desempleo o la pobreza. Ni mucho menos es ideológicamente neutral considerar prioritario incentivar la inversión o el consumo, la competitividad o el empleo.
En las últimas tres décadas, ha prevalecido la ideología de la Escuela de Chicago, de que los mercados se “autorregulan”, de que las instituciones financieras manejan bien sus riesgos, de que los mercados son profundos y sus riesgos se distribuyen “correctamente”. Por tanto, el Estado no debe entrometerse a regular a los agentes económicos pues el “mercado” acomoda de manera natural las cosas. Sin embargo, el apocalipsis financiero de 2008, se produjo en pleno apogeo de ese dogma, que originó la larga recesión mundial de la cual muchos países aun no logran salir. Es el modelo que ha multiplicado las desigualdades sociales y las heridas medioambientales.
Para los keynesianos de los años setenta estaba plenamente justificado que el Estado intervenga para evitar, en lo posible, una economía de ciclos continuos, aparte de su rol redistribuidor de renta y riqueza en busca de una sociedad más justa, solidaria y, por tanto, social y políticamente más estable. La vida económica y social de una sociedad se rige por leyes y no pueden autorregularse, como sostiene el profesor Tirole.
En esa inevitable ley del péndulo que rigen las ideologías, EEUU, Europa y grandes banqueros internacionales (véase documentos del Foro Económico Mundial 2015), reclaman ahora, más Estado y más regulación. No del Estado burocrático y centralizador. Pero sí del Estado promotor, eficiente y transparente, capaz de colaborar con empresas y ciudadanos en establecer un proyecto de desarrollo común. George Soros (1999), en su obra “La crisis del capitalismo global: la sociedad abierta en peligro”, apuntaba “el capitalismo puede morir asfixiado por el Estado, pero también por falta de Estado”.